La educación a distancia: una educación distante

Luce López Baralt

Con Acento Propio

Por: Luce López Baralt

En una columna para La Tribuna (24 de julio, 2020), Francisco José Soler Gil compara la enseñanza universitaria virtual con un videojuego. Es decir, con una impostura. Es sabido que no tenemos otra opción durante la pandemia del coronavirus que servirnos de la educación a distancia para evitar la catástrofe aun mayor de caer en un black hole docente, pero importa medir la desdicha que nos ha acontecido. Cierto que el Zoom tiene sus ventajas, y la que suscribe lo practica, porque, entre otras cosas, acorta geografías insalvables y nos une simultáneamente con colegas repartidos por todo el planeta. Pero el optimismo de los que celebran el “avance gigantesco” de haber llegado a la “universidad del futuro” –la virtual– me parece completamente descaminado.

El espacio universitario auténtico es, por definición, dinámico, y exige el diálogo cara a cara, la cercanía vital y la espontaneidad. “Solo una […] sociedad aturdida por décadas de likes y emoticones podría confundir una hora de videoconferencia con una auténtica lección universitaria”, apunta Soler Gil. Lleva razón: cuando doy clase, con solo mirar a mis alumnos ya sé cómo debo enseñarles: dependiendo de la reacción del grupo redirijo la clase de manera creativa. Cada clase tiene su magia especial: nace del encuentro fortuito de almas variopintas reunidas a la zaga del saber. Muchas veces los alumnos más interesados se quedan con el profesor para discutir ideas o dudas que no se animaban a dirimir en público, dando pie a una inesperada clase íntima. Suele ser irrepetible. Recuerdo un curso graduado en la Complutense con el poeta José Hierro: unos pocos estudiantes nos acercábamos a él al final de la hora, con la timidez propia de quienes se acercan a una figura legendaria. Hierro abandonaba su obligado tono magisterial y se sentía lo suficientemente cómodo como para asomarnos a su mundo interior: nos confesaba qué poetas lo habían influido, de cuales se sentía distante y, sobreponiéndose a su recato usual, nos leía sus versos predilectos en francés. De repente éramos sus cómplices en el camino de la belleza. Imposible acceder a los recodos íntimos del alma de un gran escritor por internet.

La espontaneidad es un sine qua non de la enseñanza: en otra ocasión estaba comentando a Quevedo en una clase en la UPR. De repente cunde como fuego el entusiasmo de los estudiantes ante las interrogantes del poeta ante la muerte, y comienzan a ponderar entre ellos sus propias inquietudes existenciales: ¿qué sentido tiene la vida? ¿qué nos aguarda en el más allá? Sentí en ese momento lo que es la dicha pura de la enseñanza: motivar a jóvenes entusiastas a pensar por ellos mismos de manera introspectiva. Les comenté –aun recuerdo sus rostros de asombro– que si después de esta vida hubiera de merecer el Paraíso, no sería distinto de aquella tarde felicísima en la que discutí con ellos las interrogantes metafísicas que nos son eternas. ¿Cómo hacer esto por el ciberespacio, ante alumnos sin rostro?

Importa decir también que la docencia no se reduce al aula, porque una Universidad constituye una auténtica comunidad en sí misma. Una comunidad nutricia: de ahí que se denomine como alma mater o “madre que alimenta”. Por eso he aprendido tanto de mis compañeros de clase como de mis profesores. Una estudiante cambió para siempre mis estudios y aun mi vida. Wasmaa’ Chorbachi, oriunda de Bagdad y compañera de estudios en Harvard, escuchó una tarde mis quejas ante el enigmático poeta místico que había elegido para mi tesis doctoral: San Juan de la Cruz. Según le explicaba los misterios de sus imágenes alucinadas y la extraña prosa con la que trata de explicar su propia poesía, Wasmaa’ sonrió. Los enigmas de San Juan, misteriosos para Occidente, le eran familiares, ya que los místicos del Islam medieval hacen gala del mismo delirio poético. Tan pronto los leí, Harvard me envió al Líbano a estudiar más a fondo las correspondencias entre mi poeta elegido y los místicos sufíes. Terminé dedicando mi vida a los estudios hispanoárabes. ¿Cómo hubiera podido encontrar a Wasmaa’ en una clase virtual?

También el ambiente de la Universidad de Beirut fue clave para mis estudios. En el campus conocí a una monja de Malta que también estudiaba temas místicos y me invitó a estudiar en su convento. En su celda descubrí un libro que me llamó la atención porque hablaba del símbolo místico de los siete castillos del alma, pero no refiriéndose a Santa Teresa, que hizo famoso el símil en Occidente, sino a los místicos musulmanes que la habían antecedido por siglos. El dato fortuito desembocó en viajes en busca de manuscritos inéditos en Bagdad y Estambul, gracias a los que pude determinar que el símbolo de los castillos concéntricos era, en efecto, islámico antes que fuera teresiano. Imposible haber accedido a este libro clave en una videoconferencia por Zoom. Fue el ambiente universitario libanés el que propició el curioso hallazgo.

Pero el mundo universitario no se reduce a pesquisas académicas como estas. Es, ante todo, generador de experiencias inesperadas, semillero de amistades duraderas, cupido del amor. Debo mi maravilloso matrimonio de medio siglo a un encuentro fortuito en la UPR. Otro tanto mi madre, que se casó con quien fuera su juez examinador en la reválida de Derecho. ¿Cómo hubiera ella podido encontrar a mi padre desde una pantalla cibernética, donde sería tan solo un cuadrito? “Nuestra existencia queda reducida a unas cuantas pulgadas, […] a labios que se mueven sin sonido, voces entrecortando ideas”, recuerda vívidamente Ana Teresa Toro refiriéndose al Zoom (El Nuevo Día, 6 de agosto 2020). ¿A qué quedarán reducidos los romances ahora que nos hablamos “desde una caja” (ibid.)?

Para más tristeza, a menudo el estudiante ni siquiera aparece en la “caja” virtual durante la clase. Un colega decidió preguntar al azar a sus alumnos cibernéticos y, al exponer a una joven en pantalla, descubrió que estaba fregando. Probablemente la alumna tenía que barajar varias obligaciones a la vez, pero el dato dramatiza el hecho de que hemos perdido la bendición del claustro, porque un claustro es, por definición, un espacio sagrado a la concentración y al estudio. La multifuncionalidad (multitasking) nos desconcentra: hemos dejado de ser claustrales.

La Universidad es, a su vez, una experiencia civilizadora. Cuando el estudiante estrena un nuevo campus fuera del país, tiene que adaptarse a cambios de clima, de comida, de idioma, de país. Al tener que dialogar con nuevas mentalidades y nacionalidades, por fuerza se vuelve flexible. Adquiere, por más, independencia, otro regalo formativo impagable. Nada de esto es posible desde una computadora, por enriquecedora que pueda ser su capacidad para acortar distancias y su rápida difusión de datos. (Confieso que amo a Google, aunque a menudo sea disparatado).

Me asombra pensar que el Zoom no es muy distinto a lo que antes llamábamos “estudios por correspondencia”. Mi abuelo Joaquín López Cruz se hizo abogado por correspondencia en 1911, y revalidó ante el Tribunal Supremo como miembro de la primera clase graduanda de leyes de Puerto Rico junto a Antonio R. Barceló, José de Jesús Estévez, Ramón Siaca Pacheco y Vivaldi (unos escasos cinco en total). El abuelo de mi marido, José Ferrari, se hizo farmacéutico por el mismo método. Siempre pensé que aquellos afanados estudiantes de un país sin Universidad hicieron lo más que pudieron, pero no les fue dada la experiencia enriquecedora de vivir las aulas. No tuvieron profesor a quién mirar a los ojos ni de quién disentir.

He aquí pues que, pese a la tecnología “revolucionaria” de la cibernética, la educación universitaria ha dado marcha atrás un siglo. Sigue siendo educación a distancia. Distante. Empobrecedora. Me queda, sin embargo, una esperanza: que estemos ante una etapa transitoria en la historia de la educación.

Tomado de El Nuevo Día Interactivo

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